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Centralidad del trabajo (el regreso de lo que siempre estuvo),* por Eduardo Lucita**

Toda restructuración capitalista lleva implícita su contrapartida, la desestructuración de los trabajadores. Debilitamiento numérico, perdida de conquistas laborales, caída estructural de los salarios y de las condiciones de trabajo. Todas las tendencias señaladas se expresaron con fuerza en los años ’80 y ’90 debilitando la presencia de los trabajadores, especialmente fabriles, como clase en la sociedad, también de sus sindicatos.

El origen de este proceso de décadas debe buscarse en el agotamiento de ese ciclo único e irrepetible del capitalismo mundial, los 30 años dorados (1945/1975). Como respuesta a la caída de la tasa de ganancia de fines de los años ’60 el capital lanzó un profundo proceso de reestructuración de sus espacios productivos y de servicios, que fue precedido de una ofensiva generalizada y sostenida del capital sobre el trabajo. Generalizada porque se desplegó sobre todas y cada una de las conquistas obreras que los trabajadores habían levantado, generación tras generación, como barreras frente a la voracidad del capital, sostenida porque ese despliegue lo ha sido durante más de 30 años.

Esto fue acompañado por desconcentración obrera –fuerte reducción del tamaño medio de los establecimientos- y descentralización geográfica –relocalización hacia zonas sin experiencia ni tradición obrera y sindical de los establecimientos fabriles; nuevas formas de gestión de la fuerza de trabajo –flexibilización, polivalencia funcional y horaria, contratos a tiempo parcial, trabajo en negro, tercerización.

En nuestro país la reestructuración significó además apertura indiscriminada de la economía, inserción subordinada al mercado mundial y achicamiento del mercado interno; privatizaciones y descapitalización social; desindustrialización y cierre de fuentes de trabajo.
El resultado no ha sido otro que pérdida de homogeneidad de la clase, mayor heterogeneidad y fragmentación, desdibujamiento de su identidad, desmejoramiento de la calidad de vida de los sectores obreros y populares, incremento exponencial de las desigualdades

Esta realidad dio origen a las tesis del fin de la sociedad del trabajo, de que este ya no era el centro organizador de la actividad humana, y últimamente a las tesis de la crisis del trabajo abstracto. Su contrapartida han sido las tesis de la pluralidad del sujeto, donde los trabajadores son un componente más. La fragmentación y dispersión de las luchas obreras en este período, abonaron estas tesis que tienen sus representantes en el país. En ellas el movimiento obrero aparece como formando parte de una lucha mucho más amplia contra el neoliberalismo. El resultado más general es que se ha puesto en duda la hegemonía del proletariado para todo proyecto de cambio y transformación. En última instancia es la propia centralidad del trabajo en la sociedad del capital la que ha sido puesta en cuestión.

Sin embargo globalización –eufemismo que no hace más que encubrir esa tendencia histórica a la mundialización del capital- no significa la superación de las leyes y contradicciones del capital, por el contrario es la confirmación de las mismas, su verificación a nivel mundial, en una escala inédita, que nunca antes conocimos. En este sentido es necesario reivindicar el carácter anticipatorio del Manifiesto Comunista.

En las últimas décadas bajo el régimen de valorización financiera el capital ha tratado de hacer del mundo entero una mercancía, pero el motor de esta avaricia sigue siendo la lucha capital/trabajo, de ahí la pertinencia en mantener las categoría de clases sociales para cualquier análisis. Pero ha sido el propio capital el que reconoció la centralidad del trabajo y es el mismo quién se ha encargado de poner las cosas en su lugar. Hoy hay 1.500 millones de nuevos trabajadores en el mundo.

Nuestro país no ha escapado a estas tendencias, por el contrario forma parte de ellas agregándole rasgos propios de su formación social. Es en este contexto más general, que obviamente no podemos desarrollar aquí, es que se debe analizar la situación de la clase obrera y la centralidad del trabajo hoy en nuestro país.

Trataré de abordarlo no desde una perspectiva teórica, sino de una rápida revisión concreta, en tres aspectos: a) recomposición física y organizativa, b) recambio generacional y c) la subjetividad que se está construyendo.

La salida de la crisis del 2001/2002 reconoce su origen en dos medidas tomadas por gobiernos provisionales de corta duración: el no pago de la deuda con tenedores privados, porque a los organismos se les siguió pagando religiosamente (Rodríguez Saá) y la macrodevaluación del 2002 (Duhalde). Estas dos medidas permitieron recomponer la tasa de ganancia en el país, lo que el capital le encomendó al gobierno posterior (Kirchner) es que esa tasa de ganancia fuera realizable. El nuevo gobierno fue muy eficiente en este cometido, impulsó el desarrollo del mercado interno (paritarias, subas del salario y las jubilaciones mínimas, moratoria y movilidad jubilatoria, junto con un abanico de subsidios y estímulos parciales a la sustitución de importaciones, a la par que promovió modificaciones progresivas a las leyes laborales vigentes. Todo esto combinado con condiciones excepcionales del mercado mundial dio lugar a un fuerte ciclo expansivo de la economía (2003-2011) que -con la excepción de dos trimestres del 2009- constituye el período más extenso de nuestra historia como Nación de crecimiento sostenido a altas tasas. En la actualidad nuevamente la crisis mundial y la emergencia de límites propios del modelo neo-desarrollista abren interrogantes sobre el curso futuro.

Para lo que nos interesa tratar aquí: ese ciclo expansivo promovió una recuperación de la tasa de actividad, caída del desempleo, mejora relativa en los salarios y baja de la pobreza e indigencia.

En la ecuación de continuidades y rupturas con los ’90 conviene registrar que el bloque de clases dominantes es en este período el mismo que se consolidara en aquella década, y este es un fuerte indicio de continuidad, pero el comando de ese bloque ha cambiado. Si en los ’90 lo capitaneaban el capital financiero y las empresas públicas privatizadas, ahora lo hace el capital productivo (agrario e industrial) y este es un claro indicio de ruptura.

Es conveniente tomar en cuenta esta referencia ya que en períodos de hegemonía del capital financiero la relación capital/trabajo tiende a diluirse –obviamente no es que desaparezca– y la atención suele centrarse en la disputa entre las distintas fracciones del capital, esto es particularmente notorio entre los economistas progresistas. Por el contrario cuando el capital productivo recupera protagonismo la relación capital/trabajo reaparece con fuerza en la escena nacional. Ahora los economistas progresistas discuten más en términos de distribución del ingreso y, los más audaces, de la riqueza. No deja de ser una forma oculta de hablar de la relación capital trabajo, porque según la orientación de esa distribución se afecta a uno u otro componente de esa relación.

Acompañando el ciclo expansivo han reaparecido los conflictos de los trabajadores ocupados, nuevos dirigentes de base, intentos de reorganización por fuera de las estructuras tradicionales y disputas entre fracciones al interior de la dirección sindical histórica.

El cuadro de situación actual del movimiento obrero -crecimiento del número de trabajadores, mejoras en su estructura organizacional, incluso progresivos cambios en la legislación laboral- es reflejo del ciclo expansivo.

En el período que se inicia en el 2003 el PBI creció en torno al 90%, el industrial superó este promedio. La población económicamente activa (PEA) es ahora del 40% del total, cerca de 17.000.000 de personas, de las cuales unos 13.000.000 perciben alguna forma de ingreso salarial. Esto da una idea de la fuerte recomposición física en el período. No obstante persiste una tasa de empleo no registrado del orden del 34%, esto es población trabajadora que no cuenta con derechos laborales plenos. Si le sumamos la desocupación, cercana al 8%, tenemos que más del 40% de la fuerza de trabajo tiene serias dificultades para vincularse en forma permanente con el mercado laboral. La precarización tiene en este cuadro una influencia decisiva, constituye un nuevo precio impuesto por el capital, que no solo altera las relaciones laborales sino también las condiciones en que viven y reproducen su existencia las clases trabajadoras.

El promedio salarial se ha recuperado al nivel anterior al 2001. Computado desde ese año hasta el 2011 ha crecido en términos reales un 3%, sin embargo si se lo computa desde el 2003 ese crecimiento es del el orden del 10%. Sin embargo es un promedio que esconde fuertes desigualdades. Los trabajadores del sector formal, particularmente los industriales y de ciertos servicios, han superado los máximos de los ’90; los salarios en el sector informal se estiman un 30% por debajo de estos, mientras que en el sector público no han podido recuperar aún los niveles del 2001. Pero hay diferencias en cuanto a los trabajadores del Estado nacional que han mejorado sus salarios y en algunos casos superado aquella referencia y los provinciales y municipales que se mantienen muy retrazados.

No obstante la fuerte recuperación física no se ha logrado suturar la ruptura de la unidad social de la clase impuesta por el neoliberalismo. Si bien la brecha en la distribución de los ingresos intraclase en términos relativos se ha ido achicando persisten aún fuertes desigualdades intrasalariales y de condiciones de trabajo. Esta dispersión es resultante de las asimetrías entre las diferentes ramas de la economía, tanto por sus productividades medias como por el diferente poder de negociación de los trabajadores y sus organizaciones sindicales. Esto es mayor aún cuando se tiende a privilegiar la negociación por empresas y los componentes salariales son muy variables. Pesan también las asimetrías regionales (interprovinciales) en la distribución del ingreso, y se muestra tanto entre los trabajadores del sector privado como del público. Perdida de homogenidad interna, fragmentación y mayor heterogeneidad, desdibujamiento de su identidad como clase en la sociedad, son algunas de sus manifestaciones más notorias.

Según un informe del Ministerio de Trabajo del año 2005 el 37% de los trabajadores del sector privado esta afiliado a algún sindicato, si se le suma el sector público la tasa supera el 60%. Es una de las membresías sindicales más alta del mundo, solo por debajo de los países nórdicos que tienen una tasa de sindicalización tradicionalmente alta, equiparable a la de Italia y muy por arriba de Francia, EEUU, España o América latina.

El mismo informe da cuenta que solo en poco más el 12% de los establecimientos privados hay delegados elegidos, estimaciones recientes hacen llegar este porcentaje al 15. Pero se trata de un promedio, a medida que aumenta el tamaño de los establecimientos el porcentaje crece, hasta superar el 50% en empresas de más de 200 trabajadores, es posible estos porcentajes hayan crecido en los últimos años. Según el último Censo Industrial hay 81.000 establecimientos, pero solo 3.100 de más de 50 trabajadores. Esto es el tamaño medio de los establecimientos industriales es menor que en el pasado, la estructura industrial se ha achicado, pero su capacidad de producción es mayor, por las nuevas tecnologías, por una mayor racionalidad capitalista de los procesos de trabajos y mejoras en la productividad.

Para una evaluación mas certera conviene tener en cuenta que las pequeñas y medianas concentraciones de trabajadores nunca han sido decisivas para los conflictos, estos se dan casi siempre o comienzan por las grandes concentraciones, por el contrario la burocracia sindical suele hacerse fuerte en las pequeñas empresas. Por otra parte en el país tenemos una larga tradición de trabajadores autoconvocados o de coordinadoras, que en mas de una oportunidad han desbordado a las estructuras sindicales tradicionales.

Las organizaciones sindicales han recuperado terreno frente a los ’90. El crecimiento económico colocó a los trabajadores y sus sindicatos en una posición de mayor fortaleza relativa desde la cual negociar salarios y condiciones de trabajo. Puede decirse que la estructura sindical actual es débil en relación a los años ‘70, pero no tan débil como se cree o se hace creer en la actualidad, aunque seguramente debiera fortalecerse y hay espacio para hacerlo.

Siempre que hay reestructuraciones en el capitalismo o en las formas de acumulación y reproducción del capital, estas repercuten en el movimiento obrero tanto en sus bases, como hemos visto, como en su superestructura organizativa y en el reacomodamiento de las cúpulas sindicales.

Así desde su constitución como clase en nuestra sociedad convivió en su interior con un continuo reagrupamiento y fragmentación de sus direcciones sindicales. Estos bloques diferenciados, que podemos denominar agrupamientos político-sindicales (APS) fueron marcados en las primeras décadas del siglo pasado por un intenso debate ideológico-político, que en las décadas del ’50 y ’60 puso más peso en lo político. En la actualidad la lucha de clases como expresión de las contradicciones de la sociedad capitalista, siempre presente en aquellos años y en aquellas direcciones y agrupamientos, no parece tener cabida.

Por el contrario lo que prima es la búsqueda de articular mas o menos armoniosamente las contradictorias relaciones capital/trabajo, objetivo que resulta una y otra vez trabado por la crisis estructural del capitalismo argentino. Crisis que no se la interpreta como resultado de la lógica interna del modo de producción y su inserción internacional, sino como consecuencia del juego de relaciones de fuerza.

Así los APS que, en una dinámica de reagrupamientos y fracturas permanentes, se fueron constituyendo desde los años ’80, pueden considerarse como agrupamientos de dirigentes, que se expresan como fracciones de la cúpula sindical, que se interrelacionan entre sí en la disputa por espacios de poder, por como pararse frente a los gobiernos de turno y en algunos casos por una cierta correlación con las formas en que los trabajadores se insertan en la actividad económica.

Estos APS muestran comportamientos diferenciados tanto en el plano de las alianzas con distintas fracciones del capital, como con fracciones políticas de la burguesía, con las propuestas programáticas o las acciones concretas. En la actual coyuntura asistimos a un fuerte fraccionamiento al interior de las centrales obreras, el Estado no es ajeno a estas tendencias, tampoco lo es una política que avanza en la intervención estatal en la economía.

La fractura de la CGT es un hecho, pero no habrá solo dos fracciones, la heterogeneidad, no solo su sumisión, es lo que destaca al ala participacionista-colaboracionista (la UOM tiene línea propia; el barrionuevismo se mueve por intereses cambiantes; el sindicalismo empresarial (los llamados “Gordos”) negocian por conveniencia pero se sentían más cómodos en los ’90 y con el gran capital, mientras que el resto de los independientes son en realidad sindicatos del régimen, funcionales a cualquier gobierno). Por su parte el ala confrontacionista-combativa, es más débil, carece de grandes sindicatos, salvo camioneros, pero tiende a ser más homogénea, aunque esa mayor consistencia está ahora en discusión. Su nucleamiento la Corriente Nacional del Sindicalismo Peronista CNSP, extiende su influencia también entre los afiliados a sindicatos que no están integrados en esa corriente.

Se ha estructurado en torno a la revalorización de programas históricos del movimiento obrero –La Falda, Huerta Grande, CGTa, 26 puntos de Ubaldini- y un intenso debate en su interior alrededor del señalamiento de que es el movimiento obrero el que debe encabezar la transformación social. En este sentido recupera ciertos contenidos de clase y disputa políticas públicas, en clave del viejo peronismo, pero con un cambio en sus alianzas ante su constatación de las insuficiencias de la burguesía nacional. Las referencias permanentes a que alguna vez habrá “un trabajador en la Rosada”, las disputas por ocupar cargos parlamentarios, el proyecto de participación en las ganancias, el querer ocupar cargos como directores-obreros en las empresas donde la ANSES tiene participación accionaria, agitar un núcleo de reivindicaciones inmediatas muy sentidas en la coyuntura (impuesto a las ganancias, asignaciones familiares, fondos de las obras sociales) son indicadores de una revalorización, si bien que limitada, del papel que como expresión de la clase debe jugar el movimiento sindical, más allá de las deformaciones burocrático-populistas.

Se trata de una fracción que busca diferenciarse del resto y que para consolidarse tiene necesariamente que avanzar sobre los otros sectores cegetistas. Esta dinámica, de sostenerse en el tiempo puede abrir un nuevo espacio de intervención política a las tendencias clasistas y combativas. En este contexto la Juventud Sindical (JS) conformada al interior de la CNSP aparecía como el sector más dinámico del movimiento obrero. Sin embargo el adelantamiento de la confrontación con el gobierno, el corrimiento cada vez más a derecha de sus dirigentes principales han dejado expuesta la debilidad ideológica y sus contradicciones internas, que amenazan con poner un freno a esta tendencia.

Las otras fracciones de la CGT –Balcarce y Azul y Blanca- son organismos totalmente esclerosados, nada nuevo, sino continuidad, puede esperarse de ellos.

La CTA ya esta fracturada hace tiempo, sus dos tendencias pueden inscribirse como participativa una y confrontativa la otra, aunque ambas muestren diferencias con las concepciones que priman en la CGT. Mientras la CTA -Secretaría Yaski, aparece totalmente condicionada por su proximidad al gobierno nacional, la Secretaría Michelli se muestra mucho más combativa y con ciertas iniciativas.

La democracia sindical es una carencia que se verifica en casi todos los sindicatos, pertenezcan a una u otra central, o a sus fracciones. Mientras que la libertad sindical (derecho a elegir a que organización afiliarse) que levantan las dos tendencias de la CTA, corre el riesgo de llevar implícita la atomización del movimiento, la CGT hace bandera de la defensa del sindicato único por rama de actividad, que es lo que históricamente dotó de fuerzas al sindicalismo argentino.

A izquierda de todo este espectro se esboza un incipiente proceso de reorganización de sectores clasistas y combativos, que están presentes en las recuperaciones de CCII y cuerpos de Delegados y en todas las grandes luchas o conflictos “duros” del período, pero que no logran la necesaria unidad ni tampoco alcance nacional. Es por ahora, un proceso muy embrionario.

El gobierno alienta el fraccionamiento, no solo para coyunturalmente sacar rédito de un sindicalismo débil estructuralmente, sino también porque esconde el intento de vaciar de contenidos clasistas el conflicto social, diluirlo en múltiples sujetos donde el bonapartismo «sui géneris» que encarna hoy la figura excluyente de la presidenta arbitre las contradicciones sin cuestionamientos al sistema del capital. Esto va acompañado del intento de creación de un nuevo sujeto social, mucho más diverso y en el cual los trabajadores son solo una parte más del todo. Un sujeto social en el que apoyarse y con el cual establecer una relación directa líder-masas.

Son estas dos concepciones las que, al menos hasta ahora, estaban en la base del actual conflicto Gobierno/CGT Azopardo. Una aspira al desarrollo capitalista sobre la base de inversiones externas dirigidas por el Estado, donde el movimiento social esta subordinado a esa dirección, la otra enfoca hacia un capitalismo de Estado con protagonismo obrero-sindical. Una no deja otro margen que la resistencia, la otra facilita, si se es capaz de comprender la dinámica, la intervención política mas allá de lo meramente reivindicativo

Por estos años estamos atravesando lo que llamo la segunda oleada de recambio generacional. La primera fue de fines de los ’80 hasta ‘96/97, luego se detuvo porque empezaba a insinuarse la crisis que estallaría en el 2001. Pero pasada esta el recambio recomenzó. Según algunos datos informales hay en la actualidad establecimientos donde entre el 60 y 80% de los trabajadores son jóvenes. Algunos informes muestran que en el sector privado el 30% de los trabajadores tiene hasta 29 años, el 50% entre 29 y 50, y el 20% restante más de 50 años.

La diferencia de esta oleada con la primera es que el recambio de los años ’80 y primeros ‘90 convivió con trabajadores que venían de los ’70 por lo tanto tuvieron reflejos de la memoria histórica de aquellos años, la oleada actual no tiene mayores recuerdos, ni tampoco conoce mucho de la tradición obrera y sindical, pero al mismo tiempo no carga sobre sus espaldas la mochila de la derrota ni la nostalgia por las conquistas perdidas, que pesa sobre las generaciones anteriores.

La mayoría de los jóvenes trabajadores han ingresado al trabajo en las actuales condiciones de explotación del capital (flexibilización, precariedad, tercerizaciones, mayores ritmos de trabajo) no conocen otra cosa. Tienen entonces por delante “un mundo por ganar”, quiero decir que valoran mucho más que las generaciones pasadas, cualquier conquista que obtengan por pequeña que esta sea.

En muchos casos logran conquistar CCII y CD, que suelen ser producto de un largo y silencioso trabajo, en otros suelen estar influenciados por las practicas democráticas y asamblearias heredadas del 2001. En varias de estas experiencias y conflictos han recuperado viejos métodos de lucha (ocupación de establecimientos) que combinan con nuevos (cortes de ruta, calles o vías ferroviarias, o un diálogo distinto con los usuarios en el caso de servicios públicos). En la mayoría de los conflictos surgen dirigentes que sin embargo no logran proyectarse mas allá de su ámbito concreto.

En los últimos tiempo hemos asistido a un conjunto de luchas de caracter defensivo ( trabajadores del subte por la convocatoria a paritarias; afiliados de la UTA-línea ’60, contra los despidos; personal del INTI contra el recorte salarial; petroleros del sur por la equiparación salarial de los precarizados y la defensa de su organización gremial; docentes y estatales en Prov. de Buenos Aires contra el pago del aguinaldo en cuotas… Todas luchas radicalizadas que no fueron derrotadas y que han dejado un saldo positivo en conciencia y organización.

¿Qué dinámica social hay hoy? ¿Que subjetividad se está construyendo? ¿Qué interés de clase puede surgir de estas experiencias cotidianas y del balance que en cada lugar se haga de ellas? Porque si hay una recomposición física y un recambio generacional, es lógico preguntarse que esta pasando por la cabeza de los trabajadores. No me refiero a la subjetividad en su acepción filosófica, como conciencia de sí mismo, por la que el individuo se percibe como diferente de los demás, tampoco en su concepción psicológica, que amplia la noción incorporando el subconsciente, sino algo más simple. ¿Que pasa en su vida cotidiana en relación a la patronal, al sindicato, a la burocracia? ¿Hay un imaginario social instituyente? ¿Se ve la posibilidad de construir algo distinto a lo ya instituido en el ámbito de los lugares de trabajo? ¿La lucha de clases en ese nivel está generando cuestionamientos al orden instituido? o por el contrario ¿prima la, mal llamada, “cultura del trabajo” por la que los trabajadores refuerzan su alienación mediante un cierto conformismo sobre la base de una situación económica que ha mejorado sus condiciones de vida y existencia?

¿La base material determina directamente la conciencia o hay en juego otros contenidos? Es necesario hacerse estos planteos ya que relevamientos directos dan cuenta de que hay signos de politización en los establecimientos, que los trabajadores están discutiendo más allá del salario y las condiciones de trabajo. ¿Estas percepciones son solo indicios o es algo más extendido?

¿Estamos en un período de reafirmación del populismo, por lo tanto de conciliación de clases, al interior de los lugares de trabajo, o por el contrario estamos frente a una transición, donde hay una conciencia vacante que está, al menos como posibilidad, en disputa?

Si esto fuera así ¿Solo se trata de un problema de dirección, de una burocracia usurpadora? ¿Es una cuestión de consenso pasivo? ¿O se trata de una forma de conciencia obrera que está incipientemente en movimiento y sobre la cual es posible intervenir?

Sin poder demostrarlo pienso, en base a constataciones empíricas, que se trata de esto último. Estamos en una transición, cuya proyección y extensión en el tiempo dependerá de la existencia o no de grandes convulsiones económicas, sociales, políticas. Pero también de que comprendamos que esa transición no es neutra, está en disputa.

En definitiva todo proceso de reestructuración capitalista lleva implícito la desestructuración de los trabajadores, que luego da paso a un tiempo de reorganización. Estamos en ese tiempo. Y es el tiempo en que la izquierda, los sectores clasistas y combativos, debe intervenir, en las condiciones impuestas por el capital y el Estado, con las tendencias objetivas que surgen, no con las que se quisieran. Dando respuesta a las necesidades inmediatas sin dejar de plantear una perspectiva estratégica. Perspectiva que ha de ser independiente por sus objetivos y de clase por su programa.

Se trata de recuperar la autonomía perdida, pero también de no ser campo de disputa del patriotismo de partido, de las necesidades de autoconstrucción partidaria, que por lo general se colocan por sobre el interés general de la clase.

Tenemos a nuestro favor que los trabajadores ocupan nuevamente la escena con su centralidad, y también la herencia de las jornadas del 19 y 20: nada ni nadie, ni el Estado, ni las iglesias, ni las cúpulas sindicales, ni los partidos, aún aquellos que se reclaman de la clase obrera, pueden reemplazar la capacidad de pensar, de decidir y de hacer de los trabajadores por su propia decisión y si propia acción.

Es un punto de apoyo, y no es poco.

* Intervención en el “I Simposio sobre Teoría Social y Trabajo Social Contemporáneo. El pensamiento de Luckács frente a los desafíos del capitalismo tardío”. UNCPBA- CEIPIL, Tandil, 14 y 15 de septiembre de 2012.

** Integrante de EDI-Economistas de Izquierda

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